Monday, June 26, 2006

B. - Los progresos del pensamiento

Cuando las formas egocéntricas de causalidad y de representación del mundo, es decir, las que están calcadas sobre la propia actividad, comien­zan a declinar bajo la influencia de los factores que acabamos de ver, sur­gen nuevas formas de explicación que en cierto sentido proceden de las an­teriores, aun cuando las corrigen. Es sorprendente observar que, entre las primeras que aparecen, hay algunas que presentan un notable parecido con las que dan los griegos, precisamente en la época de decadencia de las explicaciones propiamente mitológicas.

Una de las formas más simples de esos nexos racionales de causa a efecto es la explicación por identificación. Recuérdense el animismo y el arti­ficialismo entremezclados del período anterior.

En el caso del origen de los astros (problema que es raro plantear a los ni­ños pero que ellos espontáneamente suscitan a menudo),estos tipos primi­tivos de causalidad conducen a decir, por ejemplo, que "el sol ha na­cido porque hemos nacido nosotros" y que "ha crecido porque nosotros hemos crecido". Ahora bien, cuando este egocentrismo elemental se halla en decadencia, el niño, sin dejar de alimentar la idea del crecimiento de los astros, habrá de considerarlos como producidos, no ya por una construc­ción humana o antropomórfica, sino por otros cuerpos naturales cuya formación parece más clara a primera vista: así es como el sol y la luna han salido de las nubes, son pequeños retazos de nubes encendidas que han crecido (¡Y "las lunas" crecen todavía con frecuencia ante nues­tros ojos!). Las nubes a su vez han salido del humo o del aire. Las piedras están formadas de tierra y la tierra de agua, etc., etc. Cuando finalmente los cuerpos ya no son considerados como seres que crecen de la misma forma que los seres vivos, estas filiaciones no se le antojan ya al niño como procesos de orden biológico, sino como transmutaciones propia­mente dichas. Se ve bastante bien el parentesco de estos hechos con las ex­plicaciones por reducción de las materias unas a otras que imperaban en la escuela de Mileto (aunque la "naturaleza" o "physis" de las cosas fuera para estos filósofos una especie de crecimiento y su "hylozoísmo" no estu­viera muy alejado del animismo infantil).

Pero,
¿en qué consisten estos primeros tipos de explicación?
¿Hay que ad­mitir que en los niños este animismo cede directamente el paso a una es­pecie de causalidad fundada en el principio de identidad, como si el céle­bre principio lógico rigiese desde el primer momento la razón tal como cier­tas filosofías nos han invitado a creer?

Es cierto que estos desarrollos constituyen la prueba de que la asimilación egocéntrica, principio del ani­mismo, del finalismo y del artificialismo, está en vías de transformarse en asimilación racional, es decir, en estructuración de la realidad por la razón misma, pero dicha asimilación racional es mucho más compleja que una pura y simple identificación.

Si, en efecto, en lugar de seguir a los niños en sus preguntas acerca de esas realidades lejanas o imposibles de manipular, como son los astros, las montañas y las aguas, en relación a las cuales el pensamiento no puede pa­sar de ser verbal, les preguntamos acerca de hechos tangibles y palpa­bles, habremos de descubrir cosas aún más sorprendentes. Descubrimos que, a partir de los siete años, el niño es capaz de construir explicaciones propiamente atomísticas, y ello en la época en que comienza a saber con­tar. Pero, para prolongar nuestra comparación, recordemos que los griegos inventaron el atomismo poco después de haber especulado sobre la trans­mutación de las substancias, y notemos sobre todo que el primer atomista fue sin duda Pitágoras, él que creía en la composición de los cuerpos a base de números materiales, o puntos discontinuos de substancia. Claro está que, salvo muy raras excepciones (que, sin embargo, existen), el niño no generaliza y difiere de los filósofos griegos por el hecho de que no cons­truye ningún sistema. Pero cuando la experiencia se presta a ello, recurre perfectamente a un atomismo explícito e incluso muy racional.

La experiencia más sencilla a este respecto consiste en presentar al niño dos vasos de agua de formas parecidas y dimensiones iguales, llenos hasta las tres cuartas partes. En uno de los dos, echamos dos terrones de azúcar y preguntamos al niño si cree que el agua va a subir. Una vez echado el azú­car, se observa el nuevo nivel y se pesan los dos vasos, con el fin de hacer notar que el agua que contiene el azúcar pesa más que la otra. Enton­ces, mientras el azúcar se disuelve, preguntamos:

1 - si, una vez disuelto, quedará algo en el agua;

2 - si el peso seguirá siendo mayor o si volverá a ser igual al del agua clara y pura;

3 - si el nivel del agua azucarada bajará de nuevo hasta igualar el del otro vaso o si permanecerá tal y como está.
Preguntamos el porqué de todas las afirmaciones que hace el niño y luego, una vez terminada la disolución, reanudamos la conversación sobre la per­manencia del peso y del volumen (nivel) del agua azucarada. Las reaccio­nes observadas en las distintas edades han resultado extremadamente cla­ras, y su orden de sucesión se ha revelado tan regular que estas pregun­tas han podido pasar a ser un procedimiento de diagnóstico para el estudio de los retrasos mentales. En primer lugar, los pequeños (de menos de siete años) niegan en general toda conservación del azúcar disuelto, y a jorfion – sic - la del peso y el volumen que éste implica. Para ellos, el hecho de que el azúcar se disuelva supone su completa aniquilación y su desaparición del mundo de lo real. Es cierto que permanece el sabor del agua azucarada, pero según los mismos sujetos, este sabor habrá de des­aparecer al cabo de varias horas o varios días, igual que un olor o más exactamente igual que una sombra rezagada, destinada a la nada. Hacia los siete años, en cambio, el azúcar disuelto permanece en el agua, es de­cir, que hay conservación de la substancia. Pero, ¿bajo qué forma? Para ciertos sujetos, el azúcar se convierte en agua o se licua transformándose en un jarabe que se mezcla con el agua: ésta es la explicación por transmu­tación de la que hablábamos más arriba. Mas, para los más avanza­dos, ocurre otra cosa. Según el niño, vemos cómo el terrón se va con­virtiendo en "pequeñas migajas" durante la disolución: pues bien, basta admitir que estos pequeños "trozos" se hacen cada vez más peque­ños, y entonces comprenderemos que existen siempre en el agua en forma de "bolitas" invisibles. "Esto es lo que da el sabor azucarado", aña­den dichos sujetos. El atomismo ha nacido, pues, bajo la forma de una "me­tafísica del polvo", como tan graciosamente dijo un filósofo francés. Pero se trata de un atomismo que no pasa de ser cualitativo, ya que esas "bolitas" no tienen peso ni volumen y el niño espera, en el fondo, la desapa­rición del primero y el descenso del nivel del agua después de la di­solución. En el curso de una etapa siguiente, cuya aparición se observa alre­dedor de los nueve años, el niño hace el mismo razonamiento por lo que respecta a la substancia, pero añade un progreso esencial: las bolitas tienen cada una su peso y si se suman estos pesos parciales, se obtiene de nuevo el peso de los terrones que se han echado. En cambio, siendo capa­ces de una explicación tan sutil para afirmar a priori la conservación del peso, no aciertan a captar la del volumen y esperan todavía que el nivel des­cienda después de la disolución. Por último, hacia los once o doce años, el niño generaliza su esquema explicativo al volumen mismo y declara que, puesto que las bolitas ocupan cada una un pequeño espacio, la suma de dichos espacios es igual a la de los terrones iniciales, de tal manera que el nivel no debe descender.

Éste es, pues, el atomismo infantil.

Este ejemplo no es único. Se obtie­nen las mismas explicaciones, aunque en sentido inverso, cuando se hace dilatar delante del niño un grano de maíz americano puesto encima de una placa caliente: para los pequeños, la sustancia aumenta; a los 7 años, se conserva sin aumento, pero se hincha y el peso varía; a los 9-10 años, el peso se conserva pero no el volumen, todavía, y hacia los 12 años, dado que la harina se compone de granos invisibles de volumen constante, és­tos se separan, simplemente, ¡por aire caliente que llena los intersticios! Este atomismo es notable no tanto a causa de la representación de los grá­nulos, sugerida por la experiencia del polvo o de la harina, como en fun­ción del proceso deductivo de composición que revela: el todo es expli­cado por la composición de las partes, y ello supone una serie de operacio­nes reales de segmentación o partición, por una parte, y de reunión o adi­ción, por otra, así como desplazamientos por concentración o separación (¡igual que para los presocráticos!). Supone además y sobre todo verdade­ros principios de conservación, lo cual pone realmente de manifiesto que las operaciones en juego están agrupadas por sistemas cerrados y coheren­tes, de los que estas conservaciones representan los "invariantes".

Las nociones de permanencia de las que acabamos de ver una primera manifestación son sucesivamente las de la substancia, el peso y el volu­men. Pero es fácil encontrarlas también en otras experiencias. Damos, por ejemplo, al niño dos bolitas de pasta para modelar, de las mismas dimensio­nes y peso. Una se convierte luego en una torta aplastada, en una salchicha o en varios pedazos: antes de los siete años, el niño cree en­tonces que la cantidad de materia ha variado, al igual que el peso y el vo­lumen; hacia los siete-ocho años, admite la constancia de la materia, pero cree todavía en la variación de las otras cualidades; hacia los nueve años, reconoce la conservación del peso pero no la del volumen, y hacia los once-doce, por último, también la de éste (por desplazamiento del ni­vel en caso de inmersión de los objetos en cuestión, en dos vasos de agua). Es fácil, sobre todo, demostrar que, a partir de los siete años, se ad­quieren sucesivamente otros muchos principios de conservación que jalo­nan el desarrollo del pensamiento y estaban completamente ausentes en los pequeños: conservación de las longitudes en caso de deformación de los caminos recorridos, conservación de las superficies, de los conjun­tos discontinuos, etc., etc. Estas nociones de invariación son el equiva­lente, en el terreno del pensamiento, de lo que antes hemos visto para la construcción sensorio-motriz con el esquema del "objeto", invariante prác­tico de la acción.

Pero,
¿cómo se elaboran estas nociones de conservación, que tan profun­damente diferencian el pensamiento de la segunda infancia y el de la que precede a los siete años?
Exactamente igual que el atomismo, o, para, decirlo de una forma más general, que la. explicación causal por com­posición partitiva: resultan de un juego de operaciones coordinadas en­tre sí en sistemas de conjunto que tienen, por oposición al pensamiento intuitivo de la primera infancia, la propiedad esencial de ser reversibles. En efecto, la verdadera razón que lleva a los niños del período que estamos es­tudiando a admitir la conservación de una substancia, o de un peso, etc., no es la identidad (los pequeños ven tan bien como los mayores que "no hemos añadido ni quitado nada"), sino la posibilidad de una vuelta rigu­rosa al punto de partida: la torta aplastada pesa tanto como la bola, di­cen, porque se puede volver a hacer una bola con la torta. Veremos más adelante la significación real de estas operaciones cuyo resultado consiste en corregir la intuición perceptiva, siempre víctima de las ilusiones del punto de vista momentáneo, y, por consiguiente, en "descentrar" el egocen­trismo, por así decir, para transformar las relaciones inmediatas en un sistema coherente de relaciones objetivas.

Pero señalemos también las grandes conquistas del pensamiento así transformado: la del tiempo (y con él la de la velocidad) y la del espacio mismo concebidos, por encima de la causalidad y las nociones de conserva­ción, como esquemas generales del pensamiento, y no ya simple­mente como esquemas de acción o de intuición.

El desarrollo de las nociones de tiempo plantea, en la evolución mental del niño, los problemas más curiosos, en conexión con las cuestiones que tiene planteadas la ciencia más reciente. A todas las edades, por supuesto, el niño sabrá decir de un móvil que recorre el camino A-B-C que se hallaba en A "antes" de estar en B o en C y que necesita "más tiempo" para reco­rrer el trayecto A-C que el trayecto A-B. Pero a esto aproximadamente se li­mitan las intuiciones temporales de la primera infancia y, si proponemos la comparación de dos móviles que siguen caminos paralelos pero a velocida­des desiguales, observamos que:
1 - los pequeños no tienen la intuición de la simultaneidad de los puntos de parada, porque no comprenden la existencia de un tiempo común a ambos movimientos;

2 - no tienen la intuición de la igualdad de ambas duraciones sincróni­cas, justamente por la misma razón;

3 - relacionan siquiera las duraciones con las sucesiones: admitiendo, por ejemplo, que un niño X es más joven que un niño Y, ello no les lleva a pensar que el segundo haya nacido necesariamente "des­pués" del primero.
¿Cómo se construye, pues, el tiempo? Por coordinaciones de operaciones análogas a las que acabamos de ver: clasificación por orden de las sucesio­nes de acontecimientos, por una parte, y encajamiento de las dura­ciones concebidas como intervalos entre dichos acontecimientos, por otra, de tal manera que ambos sistemas sean coherentes por estar ligados uno a otro.

En cuanto a la velocidad, los pequeños tienen a cualquier edad la intui­ción correcta de que si un móvil adelanta a otro es porque va más deprisa que éste. Pero basta que deje de haber adelantamiento visible (al ocul­tarse los móviles bajo túneles de longitud desigual o al ser las pistas des­iguales circulares y concéntricas), para que la intuición de la velocidad des­aparezca.

La noción racional de velocidad, en cambio, concebida como una rela­ción entre el tiempo y el espacio recorrido, se elabora en conexión con el tiempo hacia aproximadamente los ocho años.

Veamos finalmente la construcción del espacio, cuya importancia es in­mensa, tanto para la comprensión de las leyes del desarrollo como para las aplicaciones pedagógicas reservadas a este género de estudios. Desgra­ciadamente, si bien conocemos más o menos el desarrollo de esta no­ción bajo su forma de esquema práctico durante los dos primeros años, el estado de las investigaciones que se refieren a la geometría espontánea del niño dista mucho de ser tan satisfactorio como para las nociones prece­dentes. Todo lo que se puede decir es que las ideas fundamentales de orden, de continuidad, de distancia, de longitud, de medida, etc., etc., no dan lugar, durante la primera infancia, más que a intuiciones extremada­mente limitadas y deformadoras. El espacio primitivo no es ni homogéneo ni isótropo (presenta dimensiones privilegiadas), ni continuo, etc., y, sobre todo, está centrado en el sujeto en lugar de ser representa­ble desde cualquier punto de vista. De nuevo nos encontramos con que es a partir de los siete años cuando empieza a construirse un espacio racio­nal, y ello mediante las mismas operaciones generales, de las que vamos a estudiar ahora la formación en sí mismas.

Friday, June 23, 2006

C - Las operaciones racionales

A la intuición, que es la forma superior de equilibrio que alcanza el pensa­miento propio de la primera infancia, corresponden, en el pensa­miento ulterior a los siete años, las operaciones. De ahí que el núcleo opera­torio de la inteligencia merezca un examen detallado que habrá de dar­nos la clave de una parte esencial del desarrollo mental.
Conviene señalar ante todo que la noción de operación se aplica a realida­des muy diversas, aunque perfectamente definidas. Hay operacio­nes lógicas, como las que entran en la composición de un sistema de con­ceptos o clases (reunión de individuos) o de relaciones, operaciones aritméti­cas (suma, multiplicación, etc., y sus contrarias), operaciones geo­métricas (secciones, desplazamientos, etc.), temporales (seriación de los acontecimientos, y, por tanto, de su sucesión, y encajamiento de los inter­valos), mecánicas, físicas, etc. Una operación es, pues, en primer lugar, psi­cológicamente, una acción cualquiera (reunir individuos o unidades numé­ricas, desplazar, etc.), cuya fuente es siempre motriz, perceptiva o in­tuitiva. Dichas acciones que se hallan en el punto de partida de las opera­ciones tienen, pues, a su vez como raíces esquemas sensorio-moto­res, experiencias efectivas o mentales (intuitivas) y constituyen, antes de ser operatorias, la propia materia de la inteligencia sensorio-motriz y, más tarde, de la intuición. ¿Cómo explicar, por tanto, el paso de las intuiciones a las operaciones? Las primeras se transforman en segundas, a partir del momento en que constituyen sistemas de conjunto a la vez componibles y reversibles. En otras palabras, y de una manera general, las acciones se hacen operatorias desde el momento en que dos acciones del mismo tipo pueden componer una tercera acción que pertenezca todavía al mismo tipo, y estas diversas acciones pueden invertirse o ser vueltas del revés: así es cómo la acción de reunir (suma lógica o suma aritmética) es una ope­ración, porque varias reuniones Sucesivas equivalen a una sola reunión (composición de sumas) y las reuniones pueden ser invertidas y transforma­das así en disociaciones (sustracciones).
Pero es curioso observar que, hacia los siete años, se constituyen precisa­mente toda una serie de sistemas de conjuntos que transforman las intuiciones en operaciones de todas clases, y esto es lo que explica las transformaciones del pensamiento más arriba analizadas. Y, sobre todo, es curioso ver cómo estos sistemas se forman a través de una especie de orga­nización total y a menudo muy rápida, dado que no existe ninguna ope­ración aislada, sino que siempre es constituida en función de la totali­dad de las operaciones del mismo tipo. Por ejemplo, un concepto o una clase lógica (reunión de individuos) no se construye aisladamente, sino nece­sariamente dentro de una clasificación de conjunto de la que repre­senta una parte. Una relación lógica de familia (hermano, tío, etc.) no puede ser comprendida si no es en función de un conjunto de relaciones análogas cuya totalidad constituye un sistema de parentescos. Los núme­ros no aparecen independientemente unos de otros (3, 10, 2, 5, etc.), sino que son comprendidos únicamente como elementos de una sucesión orde­nada: 1, 2, 3..., etc. Los valores no existen más que en función de un sis­tema total, o "escala de valores", una relación asimétrica, como, por ejem­plo, B < C no es inteligible más que si la relacionamos con una seriación de conjunto posible: O < C < C..., etc. A cualquier edad, un niño sabrá dis­tinguir dos bastoncillos por su longitud y juzgar que el elemento B es más grande que A. Pero ello no es, durante la primera infancia, más que una relación perceptiva o intuitiva, y no una operación lógica. En efecto, si mostramos en primer lugar A < B, y luego los dos bastoncillos B < C de A < B y B < C. Ahora bien, inmediatamente se advierte que esta construc­ción supone la operación inversa (la reversibilidad operatoria): cada tér­mino es concebido a la vez como más pequeño que todos los que le siguen (relación ) v ello es lo que le permite al sujeto hallar su método de construc­ción, así como intercalar nuevos elementos después que la pri­mera serie total haya sido construida.
Ahora bien, es de gran interés observar que, si las operaciones de seria­ción (coordinación de las relaciones asimétricas) son descubiertas, como hemos visto, hacia los siete años por lo que se refiere a las longitudes o di­mensiones dependientes de la cantidad de la materia, hay que esperar a los nueve años por término medio para obtener una seriación análoga de los pesos (a iguales dimensiones: por ejemplo, bolas del mismo tamaño pero de pesos diferentes) y a los once o doce para obtener la de los volúme­nes (a través de la inmersión en el agua).
También hay que esperar a los nueve años para que el niño pueda con­cluir A < C si A A), ¡porque es más pesado!" (3).
Hacia los 7-8 años,por término medio (pero, repetimos, estas edades me­dias dependen de los medios sociales y escolares), el niño logra, tras in­teresantes fases de transición en cuyo detalle no podemos entrar aquí, la constitución de una lógica y de estructuras operatorias que llamaremos "con­cretas". Este carácter "concreto" por oposición al carácter formal, es particularmente instructivo para la psicología de las operaciones lógicas en general: significa que a ese nivel que es por tanto el de los inicios de la ló­gica propiamente dicha, las operaciones no se refieren aún a proposiciones o enunciados verbales, sino a los objetos mismos, que se limitan a clasifi­car, a seriar, a poner en correspondencia, etc. En otras palabras, la opera­ción incipiente está todavía ligada a la acción sobre los objetos y a la mani­pulación efectiva o apenas mentalizada.
Sin embargo, por cerca que estén todavía de la acción, estas "operacio­nes concretas" se organizaran ya en forma de estructuras reversibles que presentan sus leyes de totalidad. Se trata, por ejemplo, de las clasificacio­nes: en efecto, una clase lógica no existe en estado aislado, sino sólo por estar ligada mediante inclusiones diversas a ese sistema general de encaja­mientos jerárquicos que es una clasificación, cuya operación directa es la suma de las clases (A + A' = B) y cuya operación inversa es la resta que se apoya en la reversibilidad por inversión o negación (B -A'=A o AA=O). Otra estructura concreta esencial es la seriación, que consiste en or­denar objetos según una cualidad creciente o decreciente (A A', el lado A es sobreestimado y el lado A' subestimado (a todas las edades), sino ade­más que el máximo de esta ilusión positiva tiene lugar cuando A' es lo más pequeño posible, con otras palabras, cuando el rectángulo se reduce a una línea recta. Por otra parte, cuando A' = A (cuadrado), existe ilusión nula me­diana y cuando A' > A, es A' el que es sobreestimado: pero no lo es inde­finidamente, y, si aumentamos más todavía A', la curva de estas ilusio­nes negativas no es ya una recta, sino una hipérbola equilátera que tiende hacia una asintota.
La curva experimental así obtenida presenta el mismo aspecto a todas las edades, pero como el error disminuye con la edad, esta curva simple­mente se aplana. sin perder sus características cualitativas. Ocurre lo mismo (si bien con unas curvas de formas muy diferentes) con otras mu­chas ilusiones que hemos estudiado desde los 5-6 años hasta la edad adulta (1): por ejemplo, las ilusiones de Delboeuf (círculos concéntricos), de los ángulos, de la mediana de los ángulos, de Oppel Kundt (espacios divi­didos), de las curvaturas, de Miller-Lyer, etc.
Pero, y esto es muy interesante, todas las curvas así obtenidas pueden referirse a una ley única, que se especifica de diversas formas según las fi­guras, y permite construir en cada caso una curva teórica cuya correspon­dencia con las curvas experimentales se ha revelado hasta hoy bastante sa­tisfactoria. Expondremos esta ley con pocas palabras, sólo para fijar las ideas, pero nuestro fin es, ante todo, demostrar cómo se explica por consi­deraciones probabilistas.
Sea L1 = la mayor de las dos longitudes comparadas en una figura (por ejemplo, el lado mayor de un rectángulo) y L2 = la menor de las dos longitu­des (por ejemplo, el lado menor del rectángulo); sea Lmáx la mayor longitud de la figura (en el caso del rectángulo = L1, pero si L1 y L2 son dos rectas que se prolongan en Lmix., Lmix. = L1 + L2; etc.); sea L = la lon­gitud elegida como unidad y sobre la cual se toma la medida (en el caso del rectángulo L = L1, o L2 según la figura); sea n el número de las compa­raciones (L1 -L,') que intervienen en la figura, y sea S = la superfi­cie.
Tenemos entonces, si llamamos P a la ilusión, la ley: (L1-L2)L2X(nL: L"'í~.) nL(L1L2) L2 S S~L',áx.
Por ejemplo, en el caso de los rectángulos, tenemos, A si A> A' (y enton­ces L=A y n = = 1), siendo A constante y A' variable: ~~~(A-A')A'X(A:A) A-A' AA' A A y si A' >'A (y entonces L=A y n= -) siendo A A' constante. una vez más y A' variable: (A'A) Ax(A':A'>-~-A AA' A' Vemos cuán simple es esta ley, que se reduce a una diferencia multiplicada por el término menor (LL2) L2, a una relación (nL: Lmáx.) y a un producto (S).
Ahora bien, esta fórmula que hemos llamado "ley de los centramientos re­lativos", se explica de la forma más directa por consideraciones probabilis­tas que dan cuenta, a la vez, de la ley de Weber y del hecho de que los efectos procedentes de estos mecanismos disminuyan con la edad.
Tomemos, ante todo, como hipótesis que todo elemento centrado por la mirada se sobreestima justamente por este hecho. Este "efecto de centra­miento" puede ser descubierto en una visión taquistoscópica: si el sujeto mira fijamente un segmento de recta comparándolo con otro segmento que permanece en la periferia, el segmento centrado es entonces sobreesti­mado (el fenómeno es, por otra parte, muy complejo, ya que ade­más de estos factores topográficos intervienen la atención, la nitidez, el orden y las duraciones de presentación, etc., sin contar los factores técni­cos de distancia entre el sujeto y la imagen presentada, de ángulos, etc.).
Ahora bien, ya sea que esta sobreestimación por centramiento derive fi­siológicamente de la irradiación de las células nerviosas excitadas, como es muy probable, o ya sea que a ello se añadan otros factores (como los pe­queños movimientos oscilatorios del globo ocular, que desempeñan sin duda un papel en la explotación visual de la figura, etc.), es fácil hacerle co­rresponder un esquema probabilista cuya significación es, a la vez, fisioló­gica y psicológica.
Partamos de una simple línea recta de 4-5 cm., ofrecida a la percepción, y dividámosla mentalmente en cierto número de segmentos iguales, por ejemplo, N = = 1000. Admitamos, por otra parte, ya sea en la retina, ya sea en los órganos de transmisión, ya sea en el cortex visual, cierto nú­mero de elementos cuyo encuentro con una parte al menor de estos 1000 segmentos es necesario para la percepción de la línea. Supongamos, por ejemplo, que un primer grupo de dichos elementos nerviosos (durante un primer tiempo t) "encuentran" a BN segmentos, siendo B una fracción cons­tante. Quedarán entonces N1 segmentos todavía no encontrados, a sa­ber: N1=(N-NB)=N(1-B).
Tras los segundos n encuentros, quedarán aún N2 segmentos todavía no encontrados: N2= (N1-N1B)=N(1-B)2.
Tras los terceros n encuentros, quedarán N, segmentos no encontrados, a saber: N8=(N2-N2B)=N(1-B)8...etc.
En cuanto a la suma de los segmentos encontrados, será de NB, luego de (NB + N1B), luego de (NB + + N1B + N2B), etc. Estas sumas nos procu­ran, pues, el modelo de lo que podría ser la sobreestimación progre­siva (momentánea o más o menos duradera) debida al centramiento en una línea percibida en duraciones correspondientes a n, 2n, 3n, etc., o con intensidades o nitideces crecientes, etc. Ahora bien, vemos que este mo­delo obedece en su mismo principio a una ley logarítmica, ya que, a la pro­gresión aritmética n, 2n, 3n, etc., corresponde la progresión geométrica (1 - B), (1 -B)2, (1 -B)3, etc.
Intentemos ahora representarnos de esta misma forma lo que se produ­cirá en la comparación visual entre dos líneas rectas, que denominaremos L1 y L2, dejando a L2 como invariable y dando sucesivamente a L1 los valo­res L1 = L2, luego L1 = 2L2, luego L1 = 3L2, etc.
Dividamos de nuevo estas dos líneas en segmentos iguales, cada uno de los cuales puede convertirse en objeto de un "punto de encuentro", en el sentido indicado más arriba. Pero lo que añade la comparación entre L1 y L2 es que cada encuentro en L1 puede corresponder o no con un encuen­tro en L2, y recíprocamente. Llamaremos a estas correspondencias entre puntos de encuentro acoplamientos y admitiremos que la comparación no da lugar a ninguna sobreestimación o subestimación relativas si' el acopla­miento es completo, mientras que un acoplamiento incompleto comporta la sobreestimación relativa de la línea incompletamente acoplada (porque entonces hay encuentro sin acoplamiento, es decir, sobreestimación por centramiento no compensada por una sobreestimación en la otra línea). El problema está entonces en calcular la probabilidad del acoplamiento com­pleto, y, de nuevo aquí, la solución es muy sencilla.
Llamemos p a la probabilidad de que un punto A de una de las líneas se acople con un punto B de la otra línea. Si introducimos un segundo punto de encuentro C en esta otra línea, la probabilidad de acoplamiento entre A y C será también de p, pero la probabilidad de que A se acople simultánea­mente con B y con C será de p2. La probabilidad de acoplamiento entre A en una línea y B, C y D en la otra, será de p3, etc.
Si Li=Li con n.puntos en Li y m(=n) en Li la probabilidad de acopla­miento completo será, pues, de: (pR)m para L1=L2. Si Li =2Li, la probabili­dad de acoplamiento completo será, por consiguiente, de: [(pfl) ~9fl = (p2n)m = pm X 2n para L1 = 2Li.
Tendremos asimismo: {f(pn)pn]pnm=prnXSn para Li=3Li ... etc. Con otras palabras, a la progresión aritmética de las longitudes de L1 (a saber = L2; 2L2; 3L2; etc.) corresponde la progresión geométrica de las probabili­dades de acoplamientos completos, lo cual constituye de nuevo una ley logarítmica.
Ahora bien, se ve inmediatamente que esta ley logarítmica que explica la sobreestimación relativa de la mayor de ambas líneas comparadas entre sí comporta directamente, a título de caso particular, la famosa ley de We­ber, que se aplica a la percepción de los umbrales diferenciales e incluso, bajo una forma atenuada, a la percepción de diferencias cualesquiera.
Admitamos, por ejemplo, que las líneas L1 y L2 presentan entre sí una di­ferencia x constante y que luego alargamos progresivamente estas líneas L1 y L2 dejando invariable su diferencia absoluta x. Nos es fácil entonces, en función del esquema anterior, comprender por qué esta diferencia x no permanecerá idéntica a sí misma, sino que será percibida según una defor­mación proporcional al alargamiento de las líneas L1 y L2. Es inútil reprodu­cir aquí el cálculo de ello, que en otro lugar hemos publicado (1); pero vemos fácilmente cómo se explica por las consideraciones que prece­den y que se refieren a la probabilidad de acoplamiento, el hecho de que la ley de Weber presente una forma logarítmica.
Volvamos ahora a nuestra ley de los centramientos relativos y veamos cómo se explica mediante estas probabilidades de encuentra y de acopla­miento, es decir, mediante los mecanismos de sobreestimación por centra­miento que nos parecen dar cuenta de todas las ilusiones "primarias".
Para comprender el problema, conviene comenzar por clasificar las cua­tro variedades de acoplamientos posibles. Si comparamos dos líneas des­iguales Li > Li podemos distinguir, en efecto, las siguientes variedades: 1. Los "acoplamientos de diferencia" D entre la línea L2 y la parte de la línea L1 que sobrepasa a L2, es decir, la parte (Li - Li) Los acoplamientos de dife­rencia existirán, pues, en número de (Li - L2) Li y podemos reconocer inmediatamente en este producto la expresión esencial que interviene en la ley de los centramientos relativos.
Por otra parte, existen "acoplamientos de parecido" R entre la línea L2 y la parte de la línea L1 que es Igual a L2. Dichos acoplamientos existirán, pues, en número de L22.
Podemos distinguir también unos acoplamientos D' entre la parte de Li igual a L2 y la prolongación virtual de L2 hasta igualdad con L1, a saber (Li -L2). Estos acoplamientos D' serán, pues, de nuevo de un valor ([-1- Li) Li 4. Finalmente, podemos concebir acoplamientos D" entre la parte ~ -Li) de la línea L1 y la prolongación virtual de Li de la cual acabamos de hablar. El valor de D" será, pues (Li - 2)
Dicho esto, y para comprender la razón de la ley de los centramientos re­lativos, pongámosla bajo la forma siguiente: P=+(-Li-Li)L X nL. S Lmax Vemos entonces que el numerador de la primera fracción, a saber: (Li -L2) L2 corresponde a los acoplamientos de diferencia D que hemos descrito hace un momento.
En cuanto a la superficie S, corresponde, en todos los casos, al conjunto de los acoplamientos posibles compatibles con las características de la fi­gura. En una figura cerrada como el rectángulo, estos acoplamientos posi­bles son simplemente los acoplamientos de diferencia D y de parecido R. En efecto, la superficie del rectángulo que es LixL2 puede escribirse L1L2=L22+ (Li - L2) L2: ahora bien, L22 = acoplamientos R y (Li -L2) L2 = = acoplamientos D. En las figuras abiertas como la línea L1 + L2, la super­ficie (Li + L2)2 corresponde a todos los acomplamientos D + R + D' + D" no sólo entre L1 y L2, sino entre L1 y Lmáx. Con otros términos, la pri­mera fracción de la ley, a saber ~ -L2)Li]/S expresa sencillamente una relación probabilista: la relación entre los acoplamientos de diferencia D (en los Cuales se producen los errores de sobreestimación) y el conjunto de los acoplamientos posibles.
En cuanto a la segunda fracción 11L/L,max., expresa la relación del nú­mero de los puntos de encuentro o de acoplamiento posible en la línea me­dida L en relación con los de la longitud total esta relación tiene, pues, simplemente la función de un corrector con respecto a la primera fracción [en las figuras cerradas esta segunda fracción vale en general 1] (1). Se comprende así la significación de la ley de los centramientos relativos, que es de una simplicidad elemental: expresa sencillamente la proporción de los acoplamiéntos posibles de diferencia D en relación al conjunto de la fi­gura. Ahora bien, como son estos acoplamientos los que dan lugar a los errores, puede deducirse que esta ley es válida para todas las figuras pla­nas (que dan lugar a las ilusiones "primarias") e indica solamente el as­pecto general de la curva de los errores (máximos e ilusión nula mediana), independientemente del valor absoluto de éstos.
En cuanto a este valor absoluto, depende del carácter más o menos com­pleto de los acoplamientos y entonces se comprende perfectamente por qué estos errores "primarios" disminuyen con la edad: simplemente por­que, con los progresos de la actividad exploradora visual, los acopla­mientos se multiplican cada vez más.
Pero existe, como hemos visto, una segunda categoría de ilusiones per­ceptivas: son las que aumentan con la edad, sin interrupción o con un tope alrededor de los 9-11 años y' con ligera disminución ulterior. Dichos erro­res no dependen ya de la ley de los centramientos relativos (si bien hacen intervenir aún los efectos de centramiento) y se explican de la forma si­guiente. Con la edad intervienen cada vez más actividades perceptivas de exploración y de comparación a distancias crecientes en el espacio (trans­porte espacial por medio de desplazamientos de la mirada) y en el tiempo (transporte temporal de las percepciones anteriores sobre las siguientes y a veces anticipaciones o Einstellungen). Ahora bien, estas actividades contri­buyen en general a disminuir los errores perceptivos, gracias a los que se multiplican. Pero, en otros casos, pueden provocar contrastes o asi­milaciones entre elementos distantes que, ea los pequeños, no son pues­tos en relación y no dan lugar por consiguiente a errores. En este caso es cuando hablamos de errores "secundarios"; ya que constituyen el producto indirecto de actividades que, normalmente, conducen a una disminución de los errores.
Un buen ejemplo es el de las ilusiones de peso y de su equivalente vi­sual imaginado por el psicólogo ruso Usnadze, del cual hicimos un estudio genético con Lambercier. Se presenta a los sujetos, en visión taquistoscó­pica, un círculo de 20 mm. de diámetro al lado de otro de 28 mm. Una vez acabada la impregnación, se presentan en los mismos lugares dos círculos de 24 mm.: el que sustituye al círculo de 20 mm. es entonces sobreesti­mado por contraste y el que sustituye el círculo de 28 mm. es subestimado por contraste también. Ahora bien, la ilusión aumenta con la edad por más que, en sí mismos, los efectos de contraste, que dependen naturalmente del mecanismo de los centramientos relativos, disminuyen con la edad. La razón de esta paradoja es sencilla: para que haya contraste, es preciso que los elementos anteriormente percibidos (28 + 20 mm.) estén ligados a los elementos ulteriores (24 + 24), y este lazo se debe a una actividad pro­piamente dicha, que podemos llamar "transporte temporal" y que au­menta con el desarrollo (puede observarse en otras muchas experiencias). Si los pequeños (de 5 a 8 años) hacen menos transportes temporales, el re­sultado será, pues, que habrá menos contraste, por falta de puesta en re­lación, e incluso si el contraste, cuando dicha asociación se produce, es más fuerte en el niño que da el adulto, la ilusión será más débil. Pero ¿no es arbitrario admitir que el transporte temporal es una "actividad" que au­menta con el desarrollo? No, y la mejor prueba de ello es que, en el adulto, la ilusión es no sólo más fuerte, sino que desaparece antes cuando se reproduce varias veces seguidas la presentación (24+24). Por el contra­rio, en el niño la ilusión es más débil, pero dura más tiempo (no hay extin­ción rápida a causa de la perseveración). El transporte temporal es, pues, una actividad susceptible de frenaje, lo cual es el mejor criterio de una acti­vidad.
Otro ejemplo sorprendente de ilusión que aumenta con la edad es la so­breestimación de las verticales con respecto a las horizontales. Estudiando con A. Morf la figura en forma de L según sus cuatro posiciones posibles L 7 L y F encontramos: (1) que el error en la vertical aumenta con la edad; (2) que aumenta con el ejercicio (cinco repeticiones) en lugar de disminuir inmediatamente en este caso como las ilusiones primarias; y (3) que de­pende del orden de presentación de las figuras como si hubiese transferen­cia del modo de transporte espacial (de abajo arriba o de arriba abajo).
Asimismo, mi discípulo Wursten, al estudiar a petición mía la compara­ción de una vertical de 5 cm. y de una oblicua de 5 cm. (separada por un in­tervalo de 5 cm. e inclinada en diversos grados) (1), encontró que los pe­queños de 5-7 años logran estas valoraciones mucho mejor que los pro­pios adultos: el error aumenta con la edad hasta aproximadamente 9-10 años para disminuir ligeramente a continuación.
Ahora bien, el aumento con la edad de estos errores acerca de las vertica­les o las oblicuas, etc., se explica, según parece, de la manera si­guiente. El espacio perceptivo de los pequeños está menos estructurado que el de los mayores según las coordenadas horizontales y verticales, ya que este estructuramiento supone la puesta en relación de los objetos perci­bidos con unos elementos de referencia situados a distancias que sobre­pasan las fronteras de las figuras. Con el desarrollo, en cambio, se hace referencia a un marco cada vez más amplio y alejado, en función de ac­tividades perceptivas de relacionar, etc., lo cual conduce a una oposición cualitativa cada vez más fuerte entre las horizontales y las verticales. En sí mismo, el error en la vertical es, sin duda, debido a otra distribución de los puntos de centramiento y de los "encuentros" en la vertical, cuyas partes su­perior e inferior no son simétricas desde el punto de vista perceptivo ('a parte superior está "abierta" mientras que la parte inferior está "cerrada" hacia el suelo), a diferencia de la horizontal, cuyas dos mitades son percepti­vamente simétricas.
Pero en la medida en que los pequeños tienen un espacio menos estruc­turado según unas coordenadas, por falta de actividad perceptiva que rela­cione a distancia, son menos sensibles a esa diferencia cualitativa de la hori­zontal y la vertical y, por lo tanto, también a la asimetría perceptiva de esta última, asimetría que es función del marco general de la figura.
En suma, existe, pues, además de los efectos "primarios" ligados a la ley de los centramientos relativos, un conjunto de actividades perceptivas de transportes, comparaciones a distancia, transposiciones, anticipaciones, etc., y las actividades que en general conducen atenuar los errores prima­rios, pueden provocar errores secundarios cuando ponen en relación a dis­tancia elementos que crean un contraste, etc., es decir, provocan ilusiones que no se producirían sin el hecho de relacionar.
Pero hay que comprender que estas actividades intervienen en cierto sen­tido ya en los efectos primarios, puesto que los "encuentros" y los "aco­plamientos" de los que hemos hablado al tratar de ellos, son debidos a centramientos y a descentramientos que ya constituyen actividades. A to­dos los niveles puede, pues, decirse que la percepción es activa y no se re­duce a un registrar pasivo. Como decía ya K. Marx en sus objeciones a Feuerbach, hay que considerar la sensibilidad "como actividad práctica de los sentidos del hombre"

Empecemos por definir los términos que vamos a utilizar.
Definiré la estructura de la manera más amplia como un sistema que presenta leyes o propiedades de totalidad, en tanto que sistema. Estas leyes de totalidad son por consiguiente dife­rentes de las leyes o propiedades de los elementos mismos del sistema. Pero in­siste en el hecho de que estos sistemas que constituyen estructuras son siste­mas parciales en comparación con el organismo o el espíritu.

La noción de estructura no se confunde, en efecto, con cualquier totalidad y no se reduce simplemente a decir que todo depende de todo a la manera de Bichat en su teoría del organismo se trata de un sistema parcial, pero que, en tanto que sistema, presenta leyes de totalidad, distintas de las propiedades de los elemen­tos. Pero el término sigue siendo vago, mientras no se precisa cuáles son estas leyes de totalidad. En ciertos campos privilegiados es relativamente fácil hacerlo, por ejemplo en las estructuras matemáticas, las estructuras de los Bourbaki. Uste­des saben que las estructuras matemáticas de los Bourbaki se refieren a las estructuras algebraicas, a las estructuras de orden y a las estructuras topológicas. Las estructuras algebraicas son, por ejemplo, las estructuras de grupo, de cuerpo, o de anillos, nociones todas ellas que están bien determinadas por sus leyes de totalidad. Las estructuras de orden son los retículos, los semirretículos, etc. Pero si adoptamos la definición amplia que yo he propuesto para la noción de estruc­tura, podemos incluir igualmente estructuras en las que las propiedades y las le­yes son aún relativamente globales y que no son, por consiguiente, deductibles más que en esperanza a estructuraciones matemáticas o físicas. Pienso en la no­ción de Gestalt de la que precisamos en psicología y que yo definiría como un sis­tema de composición no aditiva y un sistema irreversible, por oposición a esas estructuras lógico-matemáticas que acabo de recordar y que son, por el contrario, rigurosamente reversibles.

Pero la noción de Gestalt, por vaga que sea, descansa de todos modos en la es­peranza de una matematización o de una fiscalización posibles.
Por otra parte, para definir la génesis, quisiera evitar que se me acusase de cír­culo vicioso y por lo tanto no diré simplemente que es el paso de una estructura a otra, sino más bien que la génesis es una cierta forma de transformación que parte de un estado A y desemboca en un estado B, siendo B más estable que A.

Cuando se habla de génesis en el terreno psicológico y sin duda también en los demás terrenos -, es preciso rechazar ante todo cualquier definición a partir de comienzos absolutos. En psicología, no conocemos comienzos absolutos y la géne­sis se hace siempre a partir de un estado inicial que eventualmente com­porta ya en sí mismo una estructura. Se trata, por consiguiente, de un simple desa­rrollo. Pero no, sin embargo, de un desarrollo cualquiera, de una simple trans­formación. Diremos que la génesis es un sistema relativamente determinado de transformaciones que comportan una historia y conducen por tanto de manera continuada de un estado A a un estado B, siendo el estado B más estable que el estado inicial sin dejar por ello de constituir su prolongación. Ejemplo: la ontogéne­sis, en biología, que desemboca en ese estado relativamente estable que es la edad adulta.

Historia

Una vez definidos nuestros dos términos, me permitirán ahora dos palabras muy rápidas acerca de la historia, ya que este estudio, que debe esencialmente introducir una discusión, no puede agotar, ni mucho menos, el conjunto de pro­blemas que podría plantear la psicología de la inteligencia. Estas pocas palabras son sin embargo necesarias, ya que hay que señalar que, contrariamente a lo que ha demostrado tan profundamente Lucien Goldrnann en el terreno socioló­gico, la psicología no arranca de sistemas iniciales, como los de Hegel y Marx, no proviene de sistemas que ofrecían una relación inmediata entre el aspecto es­tructural y el aspecto genético de los fenómenos. En psicología y en biología, donde el uso de la dialéctica se ha introducido de forma bastante tardía, las pri­meras teorías genéticas, y por tanto las que primero se han referido al desa­rrollo, pueden ser calificadas de genetismo sin estructuras. Es el caso, por ejem­plo, en biología, del lamarckismo: para Lamarck, en efecto, el organismo es indefinidamente plástico, modificado sin cesar por las influencias del medio; no existen pues estructuras internas invariables, ni siquiera estructuras inter­nas capaces de resistir o de entrar en interacción efectiva con las influencias del medio.

En psicología, encontramos, al principio, si no una influencia lámarckiana, al menos un estado de espíritu perfectamente análogo al del evolucionismo bajo su forma primera. Pienso, por ejemplo, en el asociacionismo de Spencer, Tame, Ribot, etc. Se trata de la misma concepción, pero aplicada a la vida mental: la concepción de un organismo plástico, modificado constantemente por el aprendi­zaje, por las influencias exteriores, por el ejercicio o la "experiencia" en el sentido empirista de la palabra. Por otra parte, encontramos todavía hoy esta inspiración en las teorías americanas del aprendizaje, de acuerdo con las cuales el organismo se modifica continuamente por las influencias del medio, con la única excepción de ciertas estructuras innatas muy limitadas, que se reducen de hecho a las necesidades instintivas: el resto es pura plasticidad, sin verda­dera estructuración. Después de esta primera fase, se asistió a un cambio radi­cal, en la dirección, esta vez, de un estructuralismo sin génesis. En biología, el movimiento comenzó a partir de Weissmann y continuó con su descendencia.

En cierto sentido limitado, Weissmann vuelve a una especie de preformismo: la evolución no es más que una apariencia o el resultado de la mezcla de los ge­nes, pero todo está determinado desde el interior por ciertas estructuras no modificables bajo las influencias del medio. En filosofía, la fenomenol9gía de Hus­serl, presentada como un antipsicologismo, conduce a una intuición de las estructuras o de las esencias, independientemente de toda génesis. Si recuerdo a Husserl aquí, es porque ha ejercido cierta influencia en la historia de la psicolo­gía: fue en parte inspirador de la teoría de la Gestalt. Dicha teoría es el tipo mismo de estructuralismo sin génesis, siendo las estructuras permanentes e independientes del desarrollo. Ya sé que la Gestalt Theorie ha suministrado con­cepciones e interpretaciones del desarrollo, por ejemplo en el bello libro de Koffka sobre el crecimiento mental; para él, sin embargo, el desarrollo está en­teramente determinado por la maduración, es decir, por la preformación que, a su vez, obedece a leyes de Gestalt, etc. La génesis es también aquí secundaria y la perspectiva fundamental es preformista.

Después de recordar estas dos tendencias -génesis sin estructuras, estructu­ras sin génesis ustedes esperan, claro está, que les presente la necesaria sínte­sis: génesis y estructura. Sin embargo, si llego a esta conclusión, no es por gusto de la simetría, como en una disertación de filosofía conforme con las más sanas tradiciones. Me ha sido, por el contrario, impuesta esta conclusión por el conjunto de los hechos que he recogido durante alrededor de cuarenta años en mis estudios sobre la psicología del niño. Quiero subrayar que esta larga en­cuesta ha sido llevada a cabo sin ninguna hipótesis previa sobre las relaciones entre la génesis y la estructura.

Durante largo tiempo, ni siquiera reflexioné explícitamente acerca de tal pro­blema, y no me ocupé de él sino bastante tardíamente con ocasión de una comu­nicación a la Sociedad Francesa de Filosofía, hacia 1949, en que tuve la oportunidad de exponer los resultados del cálculo de lógica simbólica sobre el grupo de las cuatro transformaciones, aplicado a las operaciones proposiciona­les, de las que más abajo hablaremos. Luego de este exposé, Emile Bréhier, con su habitual profundidad, intervino para decir que bajo esta forma no tenía inconveniente en aceptar una psicología genética, puesto que las génesis de las que yo había hablado estaban siempre apoyadas en estructuras y que, por consi­guiente, la génesis estaba subordinada a la estructura. A lo cual yo res­pondí que estaba de acuerdo, con la condición de que fuera verdad la recí­proca, ya que toda estructura presenta a su vez una génesis, de acuerdo con una relación dialéctica, y que no hubiera primacía absoluta de uno de los térmi­nos con respecto al otro.
Toda génesis parte de una estructura y desemboca en una estructura
Y ahora llegamos a mis tesis. Primera tesis: toda génesis parte de una estruc­tura y desemboca en otra estructura. Los estados A y B de los que he hablado hace un momento en mis definiciones, son pues siempre estructuras. Tomemos como ejemplo el grupo de las cuatro transformaciones, que es un mo­delo muy significativo de estructura en el campo de la inteligencia, y cuyo proceso de formación puede seguirse en los niños entre 12 y 15 años.

Antes de la edad de 12 años,
el niño ignora -todá la lógica de proposiciones; sólo conoce algunas formas elementales de lógica de clases con, en calidad de reversibilidad, la forma de la "inversión", y de lógica de relaciones con, en cali­dad de reversibilidad, la forma de la "reciprocidad". Pero a partir de los 12 años vemos cómo se constituye, y desemboca en su equilibrio en el momento de la adolescencia, hacia los 14 o 15 años, una estructura nueva que reúne en un mismo sistema a las inversiones y a las reciprocidades, y cuya influencia es muy notable en todos los dominios de la inteligencia formal a este nivel: la es­tructura de un grupo que presenta cuatro tipos de transformaciones, idéntica I, inversa N, recíproca R y correlativa C. Tomemos como ejemplo trivial la implica­ción p implica q, cuya inversa es p y no q, y la recíproca, q implica p. Ahora bien, sabido es que la operación p y no q, reciprocada, nos dará: no p y q, que constituye la inversa de q implica p, lo cual resulta ser por otra parte la correlativa de p implica q, puesto que la correlativa se define por la permuta­ción de los o y los y (de las disyunciones y las conjunciones). Estarnos pues ante un grupo de transformaciones, ya que por composición de dos en dos, cada una de estas transformaciones N, R o C dan como resultado la tercera y que las tres a la vez nos remiten a la transformación idéntica I. A saber NR. NC=R, CR-N y NRC=L Esta estructura tiene un gran interés en psicología de la inteligencia, ya que explica un problema que sin ella sería inexplicable: la apari­ción entre 12 y 15 años de una serie de esquemas operatorios nuevos de los que no es fácil entender de dónde vienen y que, por otra parte, son contem­poráneos, sin que pueda verse de inmediato su parentesco. Por ejem­plo, la noción de proporción en matemáticas, que no se enseña hasta los 11-12 años (si fuera de comprensión más precoz, seguramente la pondrían mucho an­tes en el programa).

Segundo,
la posibilidad de razonar sobre dos sistemas de referencias a la vez el caso de un caracol que avanza sobre un listón que a su vez es desplazado en otra dirección, o también la comprensión de los sistemas de equilibrio físico (ac­ción y reacción, etc.). Esta estructura, que tomo como ejemplo, no cae del cielo, tiene una génesis. Esta génesis, es interesante volver a trazaría. Se recono­cen, en la estructura, las formas de reversibilidad distintas y ambas muy dignas de ser observadas: por otra parte, la inversión que es la negación, y por otra parte la reciprocidad, que ya es algo muy distinto. En un doble sistema de referencias, por ejemplo, la operación inversa marcará la vuelta al punto de par­tida en el listón, mientras que la reciprocidad se traducirá por una compensa­ción debida al movimiento del listón con relación a las referencias exte­riores a él. Ahora bien, esta reversibilidad por inversión y esta reversibili­dad por reciprocidad están unidas en un solo sistema total, mientras que, para el niño de menos de 12 años, si bien es cierto que ambas formas de reversibili­dad existen, cada una de ellas está aislada. Un niño de siete años es capaz ya de operaciones lógicas; pero son operaciones que llamaré concretas, que se re­fieren a objetos y no a proposiciones. Estas operaciones concretas son operacio­nes de clases y de relaciones, pero no agotan toda la lógica de clases y de relaciones. Al analizarlas, se descubre que las operaciones de clases supo­nen la reversibilidad por inversión, + a -a = 0, y que las operaciones de relacio­nes suponen la reversibilidad por reciprocidad. Dos sistemas paralelos pero sin relaciones entre sí, mientras que con el grupo INRC acaban fusionán­dose en un todo.

Esta estructura, que aparece hacia los 12 años,
viene pues preparada por es­tructuras más elementales, que no presentan el mismo carácter de estructura total, sino caracteres parciales que habrán de sintetizarse más tarde en una es­tructura final. Estos agrupamientos de clases o de relaciones, cuya utilización por parte del niño entre los 7 y los 12 años puede analizarse, vienen a su vez preparados por estructuras aún más elementales y todavía no lógicas, sino preló­gicas, bajo forma de intuiciones articuladas, de regulaciones representati­vas, que no presentan sino una semireversibilidad. La génesis de estas estructu­ras nos remite al nivel sénsorio-motor que es anterior al lenguaje y en el que se encuentra ya una estructuración bajo forma de constitución del espacio, de grupos de desplazamiento, de objetos permanentes, etc. (estructuración que puede considerarse como el punto de partida de toda la lógica ulterior).

Dicho de otro modo, cada vez que nos ocupamos de una estructura en psicolo­gía de la inteligencia, podemos volver a trazar su génesis a partir de otras estructuras más elementales, que no constituyen en sí mismas comienzos absolutos, sino que derivan, por una génesis anterior, de estructuras aún más elementales, y así sucesivamente hasta el infinito.

Digo hasta el infito, pero el psicólogo se detendrá en el nacimiento, se deten­drá en lo sensorio-motor, y a ese nivel se plantea, claro está, todo el problema biológico. Porque las estructuras nerviosas tienen, también ellas, su génesis, y así sucesivamente.

Toda estructura tiene una génesis.

Segunda tesis:
he dicho hasta aquí que toda génesis parte de una estructura y desemboca en otra estructura. Pero recíprocamente, toda estructura tiene una génesis. Ven ustedes inmediatamente, por lo que hasta aquí se ha ex­puesto, que esta reciprocidad se impone al analizar tales estructuras. El resul­tado más claro de nuestras investigaciones en el campo de la psicología de la in­teligencia, es que las estructuras, incluso las más necesarias, en el espíritu adulto, tales como las estructuras lógico-matemáticas, no son innatas en el niño: se van construyendo poco a poco. Estructuras tan fundamentales como las. de la transitividad, por ejemplo, o la de inclusión (que implica que una clase total contenga más elementos que la sub-clase encajada en ella), de la conmutabilidad de las sumas elementales, etc., todas esas verdades que son para nosotros evidencias absolutamente necesarias, se construyen poco a poco en el niño. Esto ocurre incluso con las correspondencias bi-unívocas y recípro­cas, de la conservación de los conjuntos, cuando se modifica la disposición espa­cial de sus elementos, etc.. No hay estructuras innatas: toda estructura su­pone una construcción. Todas esas construcciones se remontan paso a paso a estructuras anteriores que nos remiten finalmente, como decíamos más arriba, al problema biológico.

En una palabra, génesis y estructura son indisociables.

Son indisociables tem­poralmente, es decir, que si estamos en presencia de una estructura en el punto de partida, y de otra estructura más compleja, en el punto de llegada, en­tre ambas se sitúa necesariamente un proceso de construcción, que es lá géne­sis. No encontramos pues jamás la una sin la otra: pero tampoco se alcan­zan ambas en el mismo momento, puesto que la génesis es el paso de un es­tado anterior a un estado ulterior ¿cómo concebir entonces de una manera más intima esa relación entre estructura y génesis? Aquí es donde voy a volver so­bre la hipótesis del equilibrio que ayer lancé imprudentemente en la discusión y que dio lugar a reacciones diversas. Hoy espero justificarla un poco mejor en esta exposición

El equilibrio

Ante todo, ¿a qué llamaremos equilibrio en el terreno psicológico? Hay que des­confiar en psicología de las palabras que se han tomado prestadas de otras disciplinas, mucho más precisas que ella, y que pueden dar la ilusión de la preci­sión si no se definen cuidadosamente los conceptos, para no decir dema­siado o para no decir cosas incomprobables.

Para definir el equilibrio, tomaré tres caracteres.

Primero,
el equilibrio se caracteriza por su estabilidad.Pero observemos en seguida que estabilidad no significa inmovilidad. Como es sabido, hay en química y en física equilibrios móviles caracteriza­dos por transformaciones en sentido contrario, pero que se compensan de forma estable. La noción de movilidad no es pues contradictoria con la no­ción de estabilidad: el equilibrio puede ser móvil y estable. En el campo de la inteligencia tenemos una gran necesidad de esa noción de equilibrio mó­vil. Un sistema operatorio será, por ejemplo, un sistema de acciones, una serie de operaciones esencialmente móviles, pero que pueden ser estables en el sentido de que la estructura que las determina no se modificará ya más una vez constituida.

Segundo carácter:
todo sistema puede sufrir perturbaciones exteriores que tienden a modificarlo.Diremos que existe equilibrio cuando estas perturbaciones exteriores están compensadas por acciones del sujeto, orientadas en el sentido de ia compen­sación. La idea de compensación me parece fundamental y creo que es la más general para definir el equilibrio psicológico.

Por último, tercer punto
en el cual me gustaría insistir: el equilibrio así defi­nido no es algo pasivo sino, por el contrario, una cosa esencialmente activa.

Es precisa una actividad tanto mayor cuanto mayor sea el equilibrio. Es muy difícil conservar un equilibrio desde el punto de vista mental. El equili­brio moral de una personalidad supone una fuerza de carácter para resistir a las perturbaciones, para conservar los valores a los que se está apegado, etc. Equilibrio es sinónimo de actividad. El caso de la inteligencia es el mismo. Una estructura está equilibrada en la medida en que un individuo sea lo suficientemente activo como para oponer a todas las perturbaciones compensaciones exteriores. Estas ultimas acabarán, por otra parte, siendo anticipadas por el pensamiento. Gracias al juego de las operaciones, puede siempre a la vez anticiparse las perturbaciones posibles y compensarías me­diante las operaciones inversas o las operaciones recíprocas.

Así definida, la noción de equilibrio parece tener un valor particular suficiente como para permitir la síntesis entre génesis y estructura, y ello justamente en cuanto la noción de equilibrio engloba a las de compensación y actividad. Ahora bien, si consideramos una estructura de la inteligencia, una estructura lógico-matemática cualquiera (una estructura de lógica pura, de clase, de clasificación, de relación, etc., o una operación proposicional), hallaremos en ella ante todo, claro está, la actividad, ya que se trata de operaciones, porque encontra­mos en ellas sobre todo el carácter fundamental de las estructuras lógico-mate­máticas que es el de ser reversibles. Una transformación lógica, en efecto, puede siempre ser invertida por una transformación en sentido contrario, o bien reciprocada por una transformación recíproca.

Pero esta reversibilidad, se ve inmediatamente, está muy cerca de lo que lla­mábamos hace un momento compensación en el terreno del equilibrio. Sin embargo, se trata de dos realidades distintas. Cuando nos ocupamos de un análi­sis psicológico, se trata siempre para nosotros de conciliar dos sistemas, el de la consciencia y el del comportamiento o de la psicofisiologia. En el plano de la consciencia, estamos ante unas implicaciones, en el plano del comportamiento o psicofisiología, estamos ante unas series casuales. Diría que la reversibilidad de las operaciones, de las estructuras lógico-matemáticas, constituye lo propio de las estructuras en el plano de la implicación, pero que, para comprender cómo la génesis desemboca en esas estructuras, tenemos que recurrir al len­guaje causal. Entonces es cuando aparece la noción de equilibrio en el sentido en que la he definido, como un sistema de compensaciones progresivas; cuando estas compensaciones son alcanzadas, es decir, cuando el equilibrio es obtenido, la estructura está constituida en su misma reversibilidad

Ejemplo de estructura lógico~matemática

Para aclarar las cosas, tomemos un ejemplo enteramente trivial de estruc­tura lógico-matemática. Lo tomo de una de las experiencias corrientes que hace­mos en psicología infantil: la conservación de la materia de una bola de arci­lla sometida a cierto número de transformaciones. Se presentan al niño dos bolas de arcilla de las mismas dimensiones, y luego se alarga una de ellas en forma de salchicha. Entonces se pregunta al niño si ambas presentan todavía la misma cantidad de arcilla. Sabemos por numerosas experiencias que, al princi­pio, el niño no admite esta conservación de la materia: se imagina que hay más en la salchicha porque es más larga, o que hay menos porque es más del­gada. Habrá que esperar, por término medio, hasta los. 7 u 8 años para que ad­mita que la cantidad de materia no ha cambiado, un tiempo un poco más largo para llegar a la conservación del peso, y por último, hasta los 11-12 años, para la conservación del volumen.
Ahora bien, la conservación de la materia es una estructura, o por lo menos un índice de estructura, que descansa, evidentemente, en todo un agrupa­miento operatorio más complejo, pero cuya reversibilidad se traduce por esa con­servación, expresión misma de las compensaciones que intervienen en las operaciones. ¿De dónde viene esta estructura? Las teorías corrientes del desarro­llo, de la génesis, en psicología de la inteligencia, invocan ora uno ora otro, o simultáneamente tres factores, de los cuales elprimero es la madura­ción -por lo tanto, un factor interno, estructural, pero hereditario -; el segundo, la influencia del medio físico, de la experiencia o del ejercicio; el tercero, la transmisión social. Veamos lo que valen estos tres factores en el caso de nues­tra bolita de pasta para modelar.

Primero, la maduración.
Es evidente que tiene su importancia, pero está muy lejos de bastarnos para resolver nuestro pro­blema. La prueba es que el acceso a la conservación no se produce a la misma edad en los diversos medios. Una de mis estudiantes, de origen iraní, dedica su tesis a experiencias diferentes hechas en Teherán y en el campo de su país. En Teherán, encuentra aproximadamente las mismas edades que en Ginebra o en París; en el campo, observa un retraso considerable. Por consiguiente, no se trata tan sólo de un problema de maduración; hay que considerar asimismo el medio social, el ejercicio, la experiencia.

Segundo factor: la experiencia física.
Tiene ciertamente su importancia. A fuerza de manipular los objetos, se llega, no lo dudo, a nociones de conservación Pero en el terreno concreto de la conser­vación de la materia, veo, sin embargo, dos dificultades. En primer lugar, esa materia que presuntamente se conserva para el niño antes que el peso y el volumen, es una realidad que no se puede percibir ni medir. ¿Qué es una canti­dad de materia cuyo peso y cuyo volumen varían? No es nada accesible a los sentidos: es la substancia. Es interesante ver que el niño empieza por la substan­cia, como los Presocráticos, antes de llegar a conservaciones comproba­bles por la medida. En efecto, esta conservación de la substancia es la de una forma vacía.

Nada la apoya desde el punto de vista de la medida o de la percepción posi­bles. No veo cómo la experiencia habría podido imponer la idea de la conserva­ción de la substancia antes que las del peso y el volumen. Es, pues, una noción exigida por' una estructuración lógica, mucho más que por la experiencia y, en todo caso, no es debida a la experiencia como factor único.

Por otra parte, hemos hecho experiencias de aprendizaje, por el método de la lectura de los resultados. Pueden acelerar el proceso; son importantes para in­troducir de fuera una nueva estructura lógica.

Tercer factor:
la 'transmisión social. También ella, claro está, tiene una impor­tancia capital, pero si bien constituye una condición necesaria, no es tam­poco suficiente. Observemos en primer lugar que la conservación no se enseña; los pedagogos no sospechan siquiera en general que haya lugar para enseñarla a los niños pequeños; luego, cuando se transmite un conocimiento al niño, la ex­periencia demuestra que, o bien permanece como letra muerta, ó bien, si es comprendida, sufre una reestructuración. Ahora bien, esta reestructuración exige una lógica interna.
Diré, pues, en conclusión, que cada uno de estos tres factores tiene su papel, pero que ninguno de ellos basta.

Estudio de un caso particular

Aquí en donde haré intervenir el equilibrio o equilibramiento. Para dar un con­tenido más concreto a lo que no es hasta ahora sino una palabra abstracta, me gustaría considerar un modelo preciso que no puede ser, en nuestro caso par­ticular, más que un modelo probabilista, y que les mostrará a ustedes cómo el sujeto pasa progresivamente de un estado de equilibrio inestable a un estado de equilibrio cada vez más estable hasta alcanzar la compensación completa que caracteriza al equilibrio. Utilizaré - porque quizás ,es sugestivo - el len­guaje de la teoría de los juegos. Podemos distinguir, en efecto, en el desarrollo de la inteligencia, cuatro fases a las que, de acuerdo con este lenguaje, pode­mos dar el nombre de fases de "estrategia".

La primera es la más probable en el punto de partida; la segunda se con­vierte en la más probable en función de los resultados de la primera, pero no loes desde el punto de partida; la tercera se convierte más probable en función de la segunda, pero que ella; y así sucesivamente.

Se trata, pues, de una probabilidad secuencial. Al estudiar las reacciones de ni­ños de distintas edades, puede observarse que,en una primera fase,
el niño no utiliza más que una sola dimensión. El niño dirá: "Hay más arcilla aquí que allí, porque es más grande, es más largo." Si alargamos más la salchicha, dirá: "Hay aún más, porque es más largo." Al alargarse, el pedazo de arcilla se adel­gaza naturalmente, pero el niño no considera todavía más que una sola dimen­sión y desprecia totalmente la otra. Algunos niños, es cierto, se refieren al espe­sor, pero son menos numerosos. Dirán: "Hay menos, porque es más del­gado; hay menos aún porque todavía es más delgado", pero olvidarán la longi­tud. En ambos casos, se ignora la conservación y el niño se atiene a una sola di­mensión, sea una, sea otra, pero nunca ambas a la vez. Creo que esta pri­mera fase es la más probable al principio. ¿Por qué? Si tratamos de cuantificar, diré, por ejemplo (arbitrariamente), que la longitud nos da una probabilidad de 0,7, suponiendo que haya siete casos de cada diez que invoquen la longitud y que, para el espesor, encontremos tres casos, a saber, una probabilidad de 0,3. Pero, desde el momento en que el niño razona sobre uno de los casos y no so­bre el otro, y, por lo tanto, los cree independientes, la probabilidad de ambos a la vez será de 0,21, o en todo caso intermediario entre 0,21 y 0,3 ó 0,21 y 0,7. Dos a la vez es más difícil que uno solo. La reacción más probable al principio es, pues, el centramiento en una sola dimensión.

Examinemos ahora la segunda fase.
El niño invertirá su juicio. Tomemos un niño que razona sobre la longitud. Dice: "Es más grande porque es más largo." Pero es probable -no digo al principio, sino en función de esta primera fase -que en un momento dado adopte una actitud inversa, y ello por dos razones. En primer lugar, por un motivo de contraste perceptivo. Si continuamos alar­gando la bola hasta convertirla en un fideo, el niño acabará por decir: "¡Ah, no!, ahora hay menos porque es demasiado delgado..." Se convierte, pues, en sensible para esa delgadez que hasta ahora había despreciado. La había perci­bido, no cabe duda, pero la había despreciado conceptualmente. El segundo mo­tivo es una insatisfacción subjetiva. A fuerza de repetir todo el rato: "Hay más porque es más largo...", el niño comienza a dudar de sí mismo. Es como el sabio que comienza a dudar de una teoría cuando se aplica con demasiada facili­dad a todos los casos. El niño tendrá más dudas al llegar a la décima afirma­ción que en el momento de la primera o la segunda. Y por estas dos razo­nes conjuntas, es muy probable que en un momento dado renuncie a consi­derar la longitud y razone sobre el espesor. Pero, a ese nivel del proceso, el niño razona sobre el espesor como lo había hecho con la longitud. Se olvida de la longitud y continúa no considerando más que una sola dimensión. Esta se­gunda fase es más corta, claro está, que la primera, reduciéndose a veces a algunos minutos, pero en casos bastante raros.

Tercera fase:
el niño razonará sobre ambas dimensiones a la vez. Pero antes oscilará entre ambas. Puesto que hasta aquí ha invocado ora la longitud ora el espesor, cuantas veces se le presente un nuevo dispositivo y transformemos la forma de nuestra bola, habrá de elegir ora el espesor, ora la longitud. Dirá: "No sé, es más, porque es más largo... no, es más delgado, entonces es que hay un poco menos..." Lo cual le conducirá -y se trata todavía aquí de una probabilidad no a priori, sino secuencial, en función de esta situación concreta -a descubrir la solidaridad entre ambas transformaciones. Descubre que, a medida que la bola se alarga, se hace más delgada, y que toda transformación de la longitud comporta una transformación del espesor, y recíprocamente. A partir de ahí, el niño empieza a razonar sobre transformaciones, mientras que hasta ahora sólo habla razonado sobre configuraciones, primero la de la bolita, luego la de la sal­chicha, independientemente una de otra. Pero a partir del momento en que razone sobre la longitud y el espesor a la vez, y, por consiguiente, sobre la soli­daridad de las dos variables, empezará a razonar con la idea de transforma­ción. Habrá de descubrir, por lo tanto, que las dos variaciones son en sentido in­verso una de otra: que a medida que "eso" se alarga, "eso" se adelgaza, o que a medida que "eso" se hace más espeso, "eso" se acorta. Es decir, que el niño entra en la vía de la compensación. Una vez entrado en esa vía, la estruc­tura habrá de cristalizar puesto que es la misma pasta la que acabamos de transformar sin añadir nada, ni quitar nada, y que se transforma en dos dimen­siones, pero en sentido inverso una de otra, entonces todo lo que la bola pueda ganar en longitud, lo perderá en espesor, y recíprocamente. El niño se encuen­tra ahora ante un sistema reversible, y hemos llegado a la cuarta fase.

Ahora bien, no olvidemos que se trata de un equilibramiento progresivo y - insisto en este punto -de un equilibramiento que no está preformado. El segundo o el ter­cer estadio sólo se convierte en probable en función del estadio que inmediata­mente le precede, y no en función del punto de partida. Estamos, pues, ante un proceso de probabilidad secuencial y que desemboca finalmente en una nece­sidad, pero únicamente cuando el niño adquiere la comprensión de la com­pensación y cuando el equilibrio se traduce directamente por ese sistema de im­plicación que antes he llamado la reversibilidad. A este nivel de equilibrio, el niño alcanza una estabilidad, dado que ya no tiene razón alguna para negar la conservación; pero esta estructura habrá de integrarse tarde o temprano, claro está, en sistemas ulteriores más complejos.

Así es como, a mi entender, puede una estructura extratemporal nacer de un proceso temporal.

En la génesis temporal, las etapas no obedecen más que a probabilidades cre­cientes que están todas determinadas por un orden de sucesión temporal, pero una vez equilibrada y cristalizada, la estructura se impone con carácter de necesidad a la mente del sujeto; esta necesidad es la marca del perfecciona­miento de la estructura, que entonces se convierte en intemporal. Uso delibera­damente estos términos que pueden parecer contradictorios puedo decir, si uste­des lo prefieren, que llegamos a una especie de necesidad a priori, pero un a priori que no se constituye hasta el final, y no al principio, a título de resul­tado y no a título de fuente, y que, por tanto, no toma de la idea apriorista sino el concepto de necesidad y no el de preformación.