Tuesday, July 04, 2006

III. LA INFANCIA DE SIETE A DOCE AÑOS

La edad de siete años, que coincide con el principio de la escolaridad propiamente dicha del niño, marca un hito decisivo en el desarrollo mental. En cada uno de los aspectos tan complejos de la vida psíquica, ya se trate de la inteligencia o de la vida afectiva, de relaciones sociales o de actividad propiamente individual, asistimos a la aparición de formas de
organización nuevas, que rematan las construcciones esbozadas en el curso del período
anterior y les aseguran un equilibrio más estable, al mismo tiempo que inauguran una serie ininterrumpida de construcciones nuevas.

Seguiremos, para no perdernos en este laberinto, el mismo camino que en las partes que anteceden, partiendo de la acción global a la vez social e individual, y analizando luego los aspectos intelectuales y después los afectivos de este desarrollo.

A - Los progresos de la conducta y de su socialización

Cuando visitamos varias clases en un colegio "activo" donde los niños tie­nen libertad para trabajar en grupo y también individualmente y donde se les permite hablar durante el trabajo, no puede dejar de sorprendernos la diferencia entre los medios escolares superiores a siete años y las clases inferiores. Por lo que a los pequeños se refiere, es imposible llegar a distin­guir claramente lo que es actividad privada y lo que es colaboración: los niños hablan, pero no se sabe si se escuchan; y ocurre que varios em­prendan un mismo trabajo, pero no se sabe si se ayudan realmente. Si luego vemos a los mayores, nos sorprende un doble progreso: concentra­ción individual, cuando el sujeto trabaja solo, y colaboración efectiva cuando hay vida común. Pero estos dos aspectos de la actividad que se ini­cia hacia los siete años son en realidad complementarios y se deben a las mismas causas. Son incluso tan solidarios que a primera vista es difícil decir si es que el niño ha adquirido cierta capacidad de reflexión que le per­mite coordinar sus acciones con las de los demás, o si es que existe un progreso de la socialización que refuerza el pensamiento por interioriza­ción.

Desde el punto de vista de las relaciones interindividuales, el niño, des­pués de los siete años adquiere, en efecto, cierta capacidad de coopera­ción, dado que ya no confunde su punto de vista propio con el de los otros, sino que los disocia para coordinarlos. Esto se observa ya en el lenguaje en­tre niños. Las discusiones se hacen posibles, con lo que comportan de comprensión para los puntos de vista del adversario, y también con lo que suponen en cuanto a búsqueda de justificaciones o pruebas en apoyo de las propias afirmaciones. Las explicaciones entre niños se desarrollan en el propio plano del pensamiento, y no sólo en el de la acción material. El len­guaje "egocéntrico" desaparece casi por entero y los discursos espontá­neos del niño atestiguan por su misma estructura gramatical la necesidad de conexión entre las ideas y de justificación lógica.

En cuanto al comportamiento colectivo de los niños, se observa después de los siete años un cambio notable en las actitudes sociales, manifesta­das, por ejemplo, en los juegos con reglamento. Sabido es que un juego co­lectivo, como el de las canicas, supone un gran número de regias varia­das, que señalan la manera de lanzar las canicas, el emplazamiento, el or­den de los golpes sucesivos, los derechos de apropiación en caso de acer­tar, etcétera, etc. Ahora bien, se trata de un juego que, en nuestro país, por lo menos, está exclusivamente reservado a los niños y es práctica­mente abandonado al final de la escuela primaria. Todo este cuerpo de re­glas, con la jurisprudencia que requiere su aplicación, constituye, pues, una institución propia de los niños, pero que, sin embargo, se transmite de generación en generación con una fuerza de conservación sorprendente. Pero recordemos que en el curso de la primera infancia los jugadores de cuatro a seis años intentan imitar el ejemplo de los mayores y observan in­cluso ciertas reglas, pero cada uno no conoce de ellas más que una frac­ción y, durante el juego, no tiene para nada en cuenta las regias del ve­cino, cuando éste es de su misma edad: cada uno, de hecho, juega a su ma­nera, sin coordinación ninguna. Es más, cuando preguntamos a los pe­queños quién ha ganado, al final de una partida, se quedan muy sorprendi­dos, porque todo el mundo gana a la vez, y ganar significa haberse divertido. En cambio, los jugadores a partir de siete años presen­tan un doble progreso. Sin conocer aún de memoria todas las reglas del juego, tienden por lo menos a fijar la unidad de las reglas admitidas du­rante una misma partida y se controlan unos a otros con el fin de mante­ner la igualdad ante una ley única. Por otra parte, el término de "ganar" ad­quiere un sentido colectivo: se trata de alcanzar el éxito en una competi­ción reglamentada, y es evidente que el reconocimiento de la victo­ria de un jugador sobre los demás, así como de la ganancia de cani­cas que éste implica, suponen discusiones bien llevadas y concluyentes.

Ahora bien, en conexión estrecha con estos progresos sociales, asisti­mos a transformaciones de la acción individual que parecen a la vez ser sus causas y efectos. Lo esencial es que el niño ha llegado a un principio de reflexión. En lugar de las conductas impulsivas de la pequeña infancia, que van acompañadas de credulidad inmediata y de egocentrismo intelec­tual, el niño a partir de los siete u ocho años piensa antes de actuar y co­mienza a conquistar así esa difícil conducta de la reflexión. Pero una re­flexión no es otra cosa que una deliberación interior, es decir, una discu­sión consigo mismo análoga a la que podría mantenerse con interlocutores o contradictores reales o exteriores. Podemos, pues, decir que la reflexión es una conducta social de discusión, pero interiorizada (como el pensa­miento mismo, que supone un lenguaje interior y, por lo tanto, interiori­zado), según aquella ley general que dice que uno acaba siempre por apli­carse a sí mismo las conductas adquiridas en función de los otros, o que la discusión socializada no es sino una reflexión exteriorizada. En realidad, este problema, como todas las cuestiones parecidas, consiste en definitiva en preguntarse si es la gallina la que hace el huevo o el huevo el que hace la gallina, ya que toda conducta humana es a la vez social e individual.

Lo esencial de estas observaciones es que, en este doble plano, el niño de siete años comienza a liberarse de su egocentrismo social e intelectual y adquiere, por tanto, la capacidad de nuevas coordinaciones que habrán de presentar la mayor importancia a la vez para la inteligencia y para la afectividad. Por lo que a la primera se refiere se trata en definitiva de los ini­cios de la construcción de la lógica misma: la lógica constituye precisa­mente el sistema de relaciones que permite la coordinación de los puntos de vista entre sí, de los puntos de vista correspondientes a individuos distin­tos y también de los que corresponden a percepciones o intuiciones su­cesivas del mismo individuo. Por lo que respecta a la afectividad, el mismo sistema de coordinaciones sociales e individuales engendra una mo­ral de cooperación y de autonomía personal, por oposición a la moral in­tuitiva de heteronomía propia de los pequeños: ahora bien, este nuevo sistema de valores representa en el terreno afectivo lo que la lógica para la inteligencia. En cuanto a los instrumentos mentales que habrán de permitir esta doble coordinación lógica y moral, están constituidos por la operación, en lo que concierne a la inteligencia, y por la voluntad, en el plano afec­tivo: dos nuevas realidades, y, como habremos de ver, muy emparentadas una con otra, puesto que resultan ambas de una misma inversión o conver­sión del egocentrismo primitivo

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