Monday, June 26, 2006

B. - Los progresos del pensamiento

Cuando las formas egocéntricas de causalidad y de representación del mundo, es decir, las que están calcadas sobre la propia actividad, comien­zan a declinar bajo la influencia de los factores que acabamos de ver, sur­gen nuevas formas de explicación que en cierto sentido proceden de las an­teriores, aun cuando las corrigen. Es sorprendente observar que, entre las primeras que aparecen, hay algunas que presentan un notable parecido con las que dan los griegos, precisamente en la época de decadencia de las explicaciones propiamente mitológicas.

Una de las formas más simples de esos nexos racionales de causa a efecto es la explicación por identificación. Recuérdense el animismo y el arti­ficialismo entremezclados del período anterior.

En el caso del origen de los astros (problema que es raro plantear a los ni­ños pero que ellos espontáneamente suscitan a menudo),estos tipos primi­tivos de causalidad conducen a decir, por ejemplo, que "el sol ha na­cido porque hemos nacido nosotros" y que "ha crecido porque nosotros hemos crecido". Ahora bien, cuando este egocentrismo elemental se halla en decadencia, el niño, sin dejar de alimentar la idea del crecimiento de los astros, habrá de considerarlos como producidos, no ya por una construc­ción humana o antropomórfica, sino por otros cuerpos naturales cuya formación parece más clara a primera vista: así es como el sol y la luna han salido de las nubes, son pequeños retazos de nubes encendidas que han crecido (¡Y "las lunas" crecen todavía con frecuencia ante nues­tros ojos!). Las nubes a su vez han salido del humo o del aire. Las piedras están formadas de tierra y la tierra de agua, etc., etc. Cuando finalmente los cuerpos ya no son considerados como seres que crecen de la misma forma que los seres vivos, estas filiaciones no se le antojan ya al niño como procesos de orden biológico, sino como transmutaciones propia­mente dichas. Se ve bastante bien el parentesco de estos hechos con las ex­plicaciones por reducción de las materias unas a otras que imperaban en la escuela de Mileto (aunque la "naturaleza" o "physis" de las cosas fuera para estos filósofos una especie de crecimiento y su "hylozoísmo" no estu­viera muy alejado del animismo infantil).

Pero,
¿en qué consisten estos primeros tipos de explicación?
¿Hay que ad­mitir que en los niños este animismo cede directamente el paso a una es­pecie de causalidad fundada en el principio de identidad, como si el céle­bre principio lógico rigiese desde el primer momento la razón tal como cier­tas filosofías nos han invitado a creer?

Es cierto que estos desarrollos constituyen la prueba de que la asimilación egocéntrica, principio del ani­mismo, del finalismo y del artificialismo, está en vías de transformarse en asimilación racional, es decir, en estructuración de la realidad por la razón misma, pero dicha asimilación racional es mucho más compleja que una pura y simple identificación.

Si, en efecto, en lugar de seguir a los niños en sus preguntas acerca de esas realidades lejanas o imposibles de manipular, como son los astros, las montañas y las aguas, en relación a las cuales el pensamiento no puede pa­sar de ser verbal, les preguntamos acerca de hechos tangibles y palpa­bles, habremos de descubrir cosas aún más sorprendentes. Descubrimos que, a partir de los siete años, el niño es capaz de construir explicaciones propiamente atomísticas, y ello en la época en que comienza a saber con­tar. Pero, para prolongar nuestra comparación, recordemos que los griegos inventaron el atomismo poco después de haber especulado sobre la trans­mutación de las substancias, y notemos sobre todo que el primer atomista fue sin duda Pitágoras, él que creía en la composición de los cuerpos a base de números materiales, o puntos discontinuos de substancia. Claro está que, salvo muy raras excepciones (que, sin embargo, existen), el niño no generaliza y difiere de los filósofos griegos por el hecho de que no cons­truye ningún sistema. Pero cuando la experiencia se presta a ello, recurre perfectamente a un atomismo explícito e incluso muy racional.

La experiencia más sencilla a este respecto consiste en presentar al niño dos vasos de agua de formas parecidas y dimensiones iguales, llenos hasta las tres cuartas partes. En uno de los dos, echamos dos terrones de azúcar y preguntamos al niño si cree que el agua va a subir. Una vez echado el azú­car, se observa el nuevo nivel y se pesan los dos vasos, con el fin de hacer notar que el agua que contiene el azúcar pesa más que la otra. Enton­ces, mientras el azúcar se disuelve, preguntamos:

1 - si, una vez disuelto, quedará algo en el agua;

2 - si el peso seguirá siendo mayor o si volverá a ser igual al del agua clara y pura;

3 - si el nivel del agua azucarada bajará de nuevo hasta igualar el del otro vaso o si permanecerá tal y como está.
Preguntamos el porqué de todas las afirmaciones que hace el niño y luego, una vez terminada la disolución, reanudamos la conversación sobre la per­manencia del peso y del volumen (nivel) del agua azucarada. Las reaccio­nes observadas en las distintas edades han resultado extremadamente cla­ras, y su orden de sucesión se ha revelado tan regular que estas pregun­tas han podido pasar a ser un procedimiento de diagnóstico para el estudio de los retrasos mentales. En primer lugar, los pequeños (de menos de siete años) niegan en general toda conservación del azúcar disuelto, y a jorfion – sic - la del peso y el volumen que éste implica. Para ellos, el hecho de que el azúcar se disuelva supone su completa aniquilación y su desaparición del mundo de lo real. Es cierto que permanece el sabor del agua azucarada, pero según los mismos sujetos, este sabor habrá de des­aparecer al cabo de varias horas o varios días, igual que un olor o más exactamente igual que una sombra rezagada, destinada a la nada. Hacia los siete años, en cambio, el azúcar disuelto permanece en el agua, es de­cir, que hay conservación de la substancia. Pero, ¿bajo qué forma? Para ciertos sujetos, el azúcar se convierte en agua o se licua transformándose en un jarabe que se mezcla con el agua: ésta es la explicación por transmu­tación de la que hablábamos más arriba. Mas, para los más avanza­dos, ocurre otra cosa. Según el niño, vemos cómo el terrón se va con­virtiendo en "pequeñas migajas" durante la disolución: pues bien, basta admitir que estos pequeños "trozos" se hacen cada vez más peque­ños, y entonces comprenderemos que existen siempre en el agua en forma de "bolitas" invisibles. "Esto es lo que da el sabor azucarado", aña­den dichos sujetos. El atomismo ha nacido, pues, bajo la forma de una "me­tafísica del polvo", como tan graciosamente dijo un filósofo francés. Pero se trata de un atomismo que no pasa de ser cualitativo, ya que esas "bolitas" no tienen peso ni volumen y el niño espera, en el fondo, la desapa­rición del primero y el descenso del nivel del agua después de la di­solución. En el curso de una etapa siguiente, cuya aparición se observa alre­dedor de los nueve años, el niño hace el mismo razonamiento por lo que respecta a la substancia, pero añade un progreso esencial: las bolitas tienen cada una su peso y si se suman estos pesos parciales, se obtiene de nuevo el peso de los terrones que se han echado. En cambio, siendo capa­ces de una explicación tan sutil para afirmar a priori la conservación del peso, no aciertan a captar la del volumen y esperan todavía que el nivel des­cienda después de la disolución. Por último, hacia los once o doce años, el niño generaliza su esquema explicativo al volumen mismo y declara que, puesto que las bolitas ocupan cada una un pequeño espacio, la suma de dichos espacios es igual a la de los terrones iniciales, de tal manera que el nivel no debe descender.

Éste es, pues, el atomismo infantil.

Este ejemplo no es único. Se obtie­nen las mismas explicaciones, aunque en sentido inverso, cuando se hace dilatar delante del niño un grano de maíz americano puesto encima de una placa caliente: para los pequeños, la sustancia aumenta; a los 7 años, se conserva sin aumento, pero se hincha y el peso varía; a los 9-10 años, el peso se conserva pero no el volumen, todavía, y hacia los 12 años, dado que la harina se compone de granos invisibles de volumen constante, és­tos se separan, simplemente, ¡por aire caliente que llena los intersticios! Este atomismo es notable no tanto a causa de la representación de los grá­nulos, sugerida por la experiencia del polvo o de la harina, como en fun­ción del proceso deductivo de composición que revela: el todo es expli­cado por la composición de las partes, y ello supone una serie de operacio­nes reales de segmentación o partición, por una parte, y de reunión o adi­ción, por otra, así como desplazamientos por concentración o separación (¡igual que para los presocráticos!). Supone además y sobre todo verdade­ros principios de conservación, lo cual pone realmente de manifiesto que las operaciones en juego están agrupadas por sistemas cerrados y coheren­tes, de los que estas conservaciones representan los "invariantes".

Las nociones de permanencia de las que acabamos de ver una primera manifestación son sucesivamente las de la substancia, el peso y el volu­men. Pero es fácil encontrarlas también en otras experiencias. Damos, por ejemplo, al niño dos bolitas de pasta para modelar, de las mismas dimensio­nes y peso. Una se convierte luego en una torta aplastada, en una salchicha o en varios pedazos: antes de los siete años, el niño cree en­tonces que la cantidad de materia ha variado, al igual que el peso y el vo­lumen; hacia los siete-ocho años, admite la constancia de la materia, pero cree todavía en la variación de las otras cualidades; hacia los nueve años, reconoce la conservación del peso pero no la del volumen, y hacia los once-doce, por último, también la de éste (por desplazamiento del ni­vel en caso de inmersión de los objetos en cuestión, en dos vasos de agua). Es fácil, sobre todo, demostrar que, a partir de los siete años, se ad­quieren sucesivamente otros muchos principios de conservación que jalo­nan el desarrollo del pensamiento y estaban completamente ausentes en los pequeños: conservación de las longitudes en caso de deformación de los caminos recorridos, conservación de las superficies, de los conjun­tos discontinuos, etc., etc. Estas nociones de invariación son el equiva­lente, en el terreno del pensamiento, de lo que antes hemos visto para la construcción sensorio-motriz con el esquema del "objeto", invariante prác­tico de la acción.

Pero,
¿cómo se elaboran estas nociones de conservación, que tan profun­damente diferencian el pensamiento de la segunda infancia y el de la que precede a los siete años?
Exactamente igual que el atomismo, o, para, decirlo de una forma más general, que la. explicación causal por com­posición partitiva: resultan de un juego de operaciones coordinadas en­tre sí en sistemas de conjunto que tienen, por oposición al pensamiento intuitivo de la primera infancia, la propiedad esencial de ser reversibles. En efecto, la verdadera razón que lleva a los niños del período que estamos es­tudiando a admitir la conservación de una substancia, o de un peso, etc., no es la identidad (los pequeños ven tan bien como los mayores que "no hemos añadido ni quitado nada"), sino la posibilidad de una vuelta rigu­rosa al punto de partida: la torta aplastada pesa tanto como la bola, di­cen, porque se puede volver a hacer una bola con la torta. Veremos más adelante la significación real de estas operaciones cuyo resultado consiste en corregir la intuición perceptiva, siempre víctima de las ilusiones del punto de vista momentáneo, y, por consiguiente, en "descentrar" el egocen­trismo, por así decir, para transformar las relaciones inmediatas en un sistema coherente de relaciones objetivas.

Pero señalemos también las grandes conquistas del pensamiento así transformado: la del tiempo (y con él la de la velocidad) y la del espacio mismo concebidos, por encima de la causalidad y las nociones de conserva­ción, como esquemas generales del pensamiento, y no ya simple­mente como esquemas de acción o de intuición.

El desarrollo de las nociones de tiempo plantea, en la evolución mental del niño, los problemas más curiosos, en conexión con las cuestiones que tiene planteadas la ciencia más reciente. A todas las edades, por supuesto, el niño sabrá decir de un móvil que recorre el camino A-B-C que se hallaba en A "antes" de estar en B o en C y que necesita "más tiempo" para reco­rrer el trayecto A-C que el trayecto A-B. Pero a esto aproximadamente se li­mitan las intuiciones temporales de la primera infancia y, si proponemos la comparación de dos móviles que siguen caminos paralelos pero a velocida­des desiguales, observamos que:
1 - los pequeños no tienen la intuición de la simultaneidad de los puntos de parada, porque no comprenden la existencia de un tiempo común a ambos movimientos;

2 - no tienen la intuición de la igualdad de ambas duraciones sincróni­cas, justamente por la misma razón;

3 - relacionan siquiera las duraciones con las sucesiones: admitiendo, por ejemplo, que un niño X es más joven que un niño Y, ello no les lleva a pensar que el segundo haya nacido necesariamente "des­pués" del primero.
¿Cómo se construye, pues, el tiempo? Por coordinaciones de operaciones análogas a las que acabamos de ver: clasificación por orden de las sucesio­nes de acontecimientos, por una parte, y encajamiento de las dura­ciones concebidas como intervalos entre dichos acontecimientos, por otra, de tal manera que ambos sistemas sean coherentes por estar ligados uno a otro.

En cuanto a la velocidad, los pequeños tienen a cualquier edad la intui­ción correcta de que si un móvil adelanta a otro es porque va más deprisa que éste. Pero basta que deje de haber adelantamiento visible (al ocul­tarse los móviles bajo túneles de longitud desigual o al ser las pistas des­iguales circulares y concéntricas), para que la intuición de la velocidad des­aparezca.

La noción racional de velocidad, en cambio, concebida como una rela­ción entre el tiempo y el espacio recorrido, se elabora en conexión con el tiempo hacia aproximadamente los ocho años.

Veamos finalmente la construcción del espacio, cuya importancia es in­mensa, tanto para la comprensión de las leyes del desarrollo como para las aplicaciones pedagógicas reservadas a este género de estudios. Desgra­ciadamente, si bien conocemos más o menos el desarrollo de esta no­ción bajo su forma de esquema práctico durante los dos primeros años, el estado de las investigaciones que se refieren a la geometría espontánea del niño dista mucho de ser tan satisfactorio como para las nociones prece­dentes. Todo lo que se puede decir es que las ideas fundamentales de orden, de continuidad, de distancia, de longitud, de medida, etc., etc., no dan lugar, durante la primera infancia, más que a intuiciones extremada­mente limitadas y deformadoras. El espacio primitivo no es ni homogéneo ni isótropo (presenta dimensiones privilegiadas), ni continuo, etc., y, sobre todo, está centrado en el sujeto en lugar de ser representa­ble desde cualquier punto de vista. De nuevo nos encontramos con que es a partir de los siete años cuando empieza a construirse un espacio racio­nal, y ello mediante las mismas operaciones generales, de las que vamos a estudiar ahora la formación en sí mismas.

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